NOCHEBUENA
Por débil que sea la vocación estética, es imposible, en las fechas singulares de martirologio, dejar de conmoverse ante los Pontífices Romanos, últimos representantes de la edad heroica. Y si asociamos un León, un Pío o un Benedicto a las crisis de nuestra vida, no hay agnosticismo que baste a refrenar una ola de simpatía por ellos. Bajo la intención jocosa de las pupilas del Papa XIII, abrimos las nuestras a la lumbre del sol; la frente ancha y rural del Papa X presidio nuestro conocimiento de los acres frutos vedados; y el Papa XV, ornitológico, con la montadura antañona de sus anteojos, subyúganos con la negra eventualidad: la del Papa de la muerte. Mas suspéndase nuestro aliento bajo el o bajo su sucesor, sentimos que su bendición cae sobre estas pascuas de diciembre con la pesadumbre agorera del ano 1000, entre los bonetes cónicos de los astrólogos, los prodigios etéreos, la lepra, el hambre belicosa y las crines de azafrán de los bárbaros.
El Niño, retoño de los Salmos y de Betsabé, “aquella que fue de Urías”, yace en el establo como pétalo en trigo. Su mano, apenas azarosa, barre desde Belén los mitos subterráneos y los celestes. Juno, que resbalaba por el arco iris, se pierde irreparablemente. El corazón de cónsules y procónsules se vacía del culto, y sobreviene una incredulidad que, por patricia, era, ciertamente, menos obtusa que la de los suscritores de la “Biblioteca Roja”. Y nuestro cristianismo casero, por su parte, no se parangona con la intuición trashumante de los Magos. Los silbatos de agua y de latón con que la infancia alegra la nave de la posada ¿por cuántos son escuchados? Impresiona más la travesía del submarino que el trote de los camellos regios, y los gases asfixiantes privan contra la fausta alhucema. Madame de Sevigné, refiriéndose a los celebres predicadores de su tiempo que enaltecían la Semana Mayor, decía: “Yo he honrado siempre las bellas Pasiones.” Dudo que repitamos con verdad la frase, hablando de Pasiones o de pasiones.
Pero, apartando el tema de la Nochebuena del de la fealdad, articulemos con nuestra conciencia la expectación del adviento y la plenitud de la misa de Gallo. El ánima sola infiere, de la inversión de la hora ritual del Sacrificio, la esperanza de celebrar en las tinieblas una fecundidad como la que se cumple en el portal oloroso a pienso. ¡Mas el adviento es tan largo y tan desabrigado para el ánima que se extenúa soñando con la renovación de media noche! El ánima sola añora cierto poema en que el protagonista, mientras nace el Hijo del hombre, vaga mentalmente por su plaza natal, en cuyo centro había un plátano y, atado al plátano, un asnillo… El ánima sola recapitula todo lo que ha fenecido en ella… El ánima sola quiere confiar en que del tallo de la raza de David (tallo ahora de plácemes) brotará su especial separación… ¡Tal vez! Y el ánima, con ornamento morado, oficia en su adviento sin limite, consumiéndose en el retardo de las velaciones.
Por una compleja antinomia, el planeta finge regocijarse; se regocija, diré, por el nacimiento del mas triste de los tristes. Hay un jubilo simulado al conmemorarse la aparición de Aquel que sembró las imprevistas parábolas, la novedosa consolación y el original reproche, para que en el decurso de los siglos cabalgásemos sobre las pezuñas fuertes y mecánicas de la rutina. Dentro de pocos meses, el ficticio duelo, al margen del calvario, será también maquinal. No es corta desgracia que los sentimientos más aristocráticos se vuelvan manía y que la piedad se trueque en repetición. La hora actual hállase enemistada con el genio; no concilia más que el número; deslustra los oficios, y hace de los fieles, sacristanes. Nuestras genuflexiones llevan la marca de lo utilitario, y encendemos las más selectas luces con el desprestigiado estilo por el pobrete que, en el momento reglamentario, sube al altar a prender los cirios.
No tenemos delicias sino menesteres. Felizmente, no todos los espíritus hanse tornados rutinarios. ¿En qué latitud morará el anacrónico vigía? El mar lo sabe. Nosotros, contentémonos con la seguridad de que alguien vela. Alguien suple a las turbas aritméticas. Alguien interesa las vas válvulas de su corazón en los destinos que penden de Belén. En alguna quiebra hay algún pastor atento a la embajada angélica que trae paz a la tierra.
Los minutos aciagos se prosternan, con un íntimo descanso, ante el pesebre en que reina la carne virgen, llamada a la perpetua inmolación; la carne contra la cual se concitará todo. Todo, sí, porque según la observación de Pascal, a esa carne perjudicará hasta el buen propósito de Pilatos; porque si éste hubiera sido cabalmente inicuo, habríase circunscrito a la pena de crucifixión, sin ordenar los azotes interlocutorios. Mas él anhelaba conciliar su comodidad espiritual con el dominio cesáreo y con el apetito de la plebe.
Reside en la carne virgen y preclara una salud rebosante que ordena las ruinas en el mismo orden en que fuero edificadas. ¡Resurrección!, claman los númenes de nuestra consciencia. ¡Resurrección!, claman los númenes de nuestros huesos. Y en la demolición de las almas y de los cuerpos, la fausta alhucema ratifica un próspero mensaje de natividades.
Así sea bajo la autoridad de Jerarca ornitológico.
- Ramón López Velarde, 1923
El Niño, retoño de los Salmos y de Betsabé, “aquella que fue de Urías”, yace en el establo como pétalo en trigo. Su mano, apenas azarosa, barre desde Belén los mitos subterráneos y los celestes. Juno, que resbalaba por el arco iris, se pierde irreparablemente. El corazón de cónsules y procónsules se vacía del culto, y sobreviene una incredulidad que, por patricia, era, ciertamente, menos obtusa que la de los suscritores de la “Biblioteca Roja”. Y nuestro cristianismo casero, por su parte, no se parangona con la intuición trashumante de los Magos. Los silbatos de agua y de latón con que la infancia alegra la nave de la posada ¿por cuántos son escuchados? Impresiona más la travesía del submarino que el trote de los camellos regios, y los gases asfixiantes privan contra la fausta alhucema. Madame de Sevigné, refiriéndose a los celebres predicadores de su tiempo que enaltecían la Semana Mayor, decía: “Yo he honrado siempre las bellas Pasiones.” Dudo que repitamos con verdad la frase, hablando de Pasiones o de pasiones.
Pero, apartando el tema de la Nochebuena del de la fealdad, articulemos con nuestra conciencia la expectación del adviento y la plenitud de la misa de Gallo. El ánima sola infiere, de la inversión de la hora ritual del Sacrificio, la esperanza de celebrar en las tinieblas una fecundidad como la que se cumple en el portal oloroso a pienso. ¡Mas el adviento es tan largo y tan desabrigado para el ánima que se extenúa soñando con la renovación de media noche! El ánima sola añora cierto poema en que el protagonista, mientras nace el Hijo del hombre, vaga mentalmente por su plaza natal, en cuyo centro había un plátano y, atado al plátano, un asnillo… El ánima sola recapitula todo lo que ha fenecido en ella… El ánima sola quiere confiar en que del tallo de la raza de David (tallo ahora de plácemes) brotará su especial separación… ¡Tal vez! Y el ánima, con ornamento morado, oficia en su adviento sin limite, consumiéndose en el retardo de las velaciones.
Por una compleja antinomia, el planeta finge regocijarse; se regocija, diré, por el nacimiento del mas triste de los tristes. Hay un jubilo simulado al conmemorarse la aparición de Aquel que sembró las imprevistas parábolas, la novedosa consolación y el original reproche, para que en el decurso de los siglos cabalgásemos sobre las pezuñas fuertes y mecánicas de la rutina. Dentro de pocos meses, el ficticio duelo, al margen del calvario, será también maquinal. No es corta desgracia que los sentimientos más aristocráticos se vuelvan manía y que la piedad se trueque en repetición. La hora actual hállase enemistada con el genio; no concilia más que el número; deslustra los oficios, y hace de los fieles, sacristanes. Nuestras genuflexiones llevan la marca de lo utilitario, y encendemos las más selectas luces con el desprestigiado estilo por el pobrete que, en el momento reglamentario, sube al altar a prender los cirios.
No tenemos delicias sino menesteres. Felizmente, no todos los espíritus hanse tornados rutinarios. ¿En qué latitud morará el anacrónico vigía? El mar lo sabe. Nosotros, contentémonos con la seguridad de que alguien vela. Alguien suple a las turbas aritméticas. Alguien interesa las vas válvulas de su corazón en los destinos que penden de Belén. En alguna quiebra hay algún pastor atento a la embajada angélica que trae paz a la tierra.
Los minutos aciagos se prosternan, con un íntimo descanso, ante el pesebre en que reina la carne virgen, llamada a la perpetua inmolación; la carne contra la cual se concitará todo. Todo, sí, porque según la observación de Pascal, a esa carne perjudicará hasta el buen propósito de Pilatos; porque si éste hubiera sido cabalmente inicuo, habríase circunscrito a la pena de crucifixión, sin ordenar los azotes interlocutorios. Mas él anhelaba conciliar su comodidad espiritual con el dominio cesáreo y con el apetito de la plebe.
Reside en la carne virgen y preclara una salud rebosante que ordena las ruinas en el mismo orden en que fuero edificadas. ¡Resurrección!, claman los númenes de nuestra consciencia. ¡Resurrección!, claman los númenes de nuestros huesos. Y en la demolición de las almas y de los cuerpos, la fausta alhucema ratifica un próspero mensaje de natividades.
Así sea bajo la autoridad de Jerarca ornitológico.
- Ramón López Velarde, 1923